miércoles, 17 de septiembre de 2014

Camino. Un paso tras otro. Se escucha ese sonido seco del taco del zapato en la vereda mojada. Llueve. No uso paragüas. ¿Para qué esconderse de la lluvia? Me pierdo en mis pensamientos. Eso pensamientos locos, que vienen rápidamente, te atrapan, te encierran, pero caen igual de rápido que la lluvia que moja mi cara. Es raro, pero a medida que llegan nuevos pensamientos, los otros se siguen escuchando, pero en mi nuca. No pensé que eso pudiera ser posible. ¿Estaré psicótica? No, no creo. Mucho que pensar quizás. 

Sigo caminando, junto al sonido de la lluvia y de mis tacos, se escucha uno de mis ruidos (extrañamente) favoritos. La rueda de los autos al rozar el asfalto de las calles un día de tormenta. No sé por qué me gusta, pero me gusta. Me detengo en una esquina, miro en dirección contraria a los autos y me detengo. Escucho. La lluvia cae, mis pensamientos se quedan pegados en la nuca, las ruedas suenan, las gotas se ven a contra luz en los faroles. 

Canto. Canto a viva voz. No me suele pasar eso. No me suele pasar que cante. Pero canto. Con mirada triste pero sonrisa marcada. Canto, mientras cae la lluvia, miro las gotas en los faroles, y suena la calle. 

Es de noche. No hay luna. Es oscura esta noche. Un flash. Relámpagos. Un sonido, como si se cayera una olla. Truenos.

Camino. Un paso tras otro, mientras canto, escucho, observo, y me acompaña ese sonido seco de mis tacos en la vereda mojada. 

La gente encerrada en sus casas. 

Llego a la puerta roja que me espera para entrar. Decido pasar de largo. No quiero entrar aún. Cruzo al parque. Sigo pensando, sigo con la mirada triste, ahora miro el piso. Pero no sé qué tiene una buena tormenta. Es como si ayudara a renacer. 

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